jueves, 12 de enero de 2017

La luz no se corta como el papel


La luz no se corta como el papel

que está sobre la mesa

o en el piso, así desfigurado

como lo dejamos.

La luz no, ya no existe en esta casa

al menos por un rato, inestimable.



La luz no se corta como el papel

¿Y si lo hiciera?

¿Sería un trozo liviano como esta hoja?

¿Caería sobre el suelo

así sin hacer ruido? ¿Y ahí

distante de mis manos

se quedaría?

La natural, que igual se compra

entra ahora por la ventana

y se pierde

entre los muebles de la casa.

Nos ayuda a encontrar todas las partes

de papel trasfiguradas.

Entonces es verdad

que la muerte mora en lo oscuro

y con la luz viene la vida.



Los niños duermen su siesta,

nosotras barremos la sala.

Juntamos los envoltorios de caramelos,

los glasés, los diarios, las revistas.

El sol se va a apagar un día —decís

mirando afuera.

No vamos a estar. ¿O sí?

¿Y qué sería

si la luz no se cortase ya

ni siquiera como ahora, por un rato?

Nieve

La última vez que toqué la nieve

mis manos recibieron las partículas

minúsculas de aquella otra

que alguna vez odié.

Una bola de nieve es como una bola de cristal:

puedo ver a través las calles blancas

las piernas enterradas hasta la rodilla

los techos cubiertos, las ramas vencidas

las huellas cimbreantes, barrosas

de los autos y camiones.

Puedo ver también las tardes

de juego en casa:

la danza en el living

el montaje en la escalera

mamá que teje y toma mates y nos mira.

Una soledad plomiza entra por las ventanas,

papá está lejos, en el campo

imprime sobre esta misma nieve

la rúbrica de sus borcegos.

La nutria que cuidamos está en mis brazos,

caliente el cuerpo se hincha y retorna,

nos mira hasta que se duerme y la nevisca

se funde con las voces de Sui Generis.

Mis manos aclimatadas se acoplan al fuelle,

la última vez que toqué la nieve

eché en falta ese pelaje denso

por sentirlo otra vez dejé

que me quemara el frío.

sábado, 20 de febrero de 2016

A orillas nomás



El tren se frenó en Cerbère

y el maquinista recorrió los vagones pitando el descenso.

Tres horas de espera entre las rocas

un pueblo menudo

a orillas nomás del Mediterráneo.



Subimos con las valijas una calle empinada

sorteamos escaleras, cercas, un patio.

A nuestro paso, constante, el mar del medio asfixia

de tan amplio

—crece, gira, se abre más

no cabe toda el agua en estos ojos y la sal

que respiro con las tripas.

¿No surcan ya los mitos esas olas,

no abordan la península de bloques blancos?

Quizá cruzando el puente de los arcos

entre nosotros, los mil habitantes, los autos

aquellas casas de colores y persianas bajas.

El olvido se entreteje con los nombres y dan

las seis de la tarde.



Se me hace lúgubre, esplendoroso

el Hotel Belvédère du Rayon Vert arriba

como un barco decó

del Mediterráneo.

Más allá, al norte

está el molino rojo, los museos, las calles circulares,

el Sena inmenso y esa vista que brilla

y es tan hermosa

desde cualquier parte.

Estancia



Mi casa es otro cuerpo

y yo aprendo de su respiración

de su descanso, de su trabajo

mientras la habito.

El ruido de los órganos que se acomodan

el pitido del lavarropas, la cortina

golpeando el marco de aluminio,

el hielo de la heladera

y su crack —mi casa tiene ritmo.



Funciona mecánicamente en paralelo

a las corridas tempestuosas sobre la escalera,

a las bisagras y los golpes de la madera,

la urgencia del baño y el llamado

del horno y la comida.

Encastra

su engranaje a nuestra estancia

al flujo constante de vida, mirá

cómo se agita cuando abrimos la ventana

y entran con el viento

revoltijos de hojas; así

dejémosla ligeramente abierta

por unas horas, todo cuerpo

precisa del reposo.

Arañas



Esa inmunda costumbre

de pegar los pelos como madejas

en los azulejos de la ducha.

Cuando estoy sin lentes

son arañas inmóviles que entretejen

el agua que cae desde mis pechos hasta mi pubis

—áspera se me hace. No me gusta

que me miren mientras me baño.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Reflejo anatómico (o el castillo de Kukulcán)





La serpiente se levanta en lo alto

tensa, más allá hay algo.

El último grito fue de furia

desde el inicio se supieron

las contradicciones.

Ahora baja por un lado

todo el cuerpo hasta

el pie de una pirámide en la selva

que ya no se puede escalar.

A toda velocidad

la cabeza guía —solo

cuando llega la orden

se aplaca.

Cae

no rebota

            resplandece

no avanza.

Es un mar de sangre

riega la tierra.

Sangre sí, burbujas

de aire se abren como poros

piel que se une a otra piel

retorna, júbilo y calma,

otra vez comienza el ciclo.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Serie Menuco


I

Ser cisne, horadar el lago
con patas como sierras

las alas en alto.
No ver más allá de lo
             inmenso
de un oleaje calmo.

Poca gente en las rocas,
tomando el sol
apaciguándose.


Ser lago, sostén de pechos
con plumas, de muelle

rozar la roca
rasante del paisaje.
Ser todo, llenar la vista
mirar 
estando en cada lado.



II

Hay una aldea de nubes
sobre el lago

se pierde en lo profundo
cuanto más intento alcanzarla. 
Un palacio espumoso
algodonado
con torres que simulan
unirse cielo y agua.
Habitan truchas hambrientas 
el reflejo moviente
moscas que zumban, tábanos
gritos de pájaros que no veo.
Hipnótica me vuelvo

al agua dulce
al son del nado.



III

Tienta
el agua arrugando el fondo

de arena y musgo,
caminamos hasta las grutas
bordeando riscos, la arcilla
pega sus partes a la suela
—llovió y cuesta
andar el tramo 
entre las vides.
Acá el aire se respira 
como vez primera:
baja en espiral por dentro
redime el cuerpo

ya no escucho 
el ruido opaco de esa ciudad.

Solo es el agua
solo es estar.


IV


Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas
—y rojo, marrón, azul turquesa,
un mojón acá nomás, los cisnes 
de blancos, tan verdes.

Vos te sentás sobre las rocas,
lagartijas verdes que se escapan,
mirás las bardas lejanas y eso que se va,

hermana mía, te prometo 
va a volver
hoy te crecieron alas.



Que te quiero, pequeña,
verde amor, verdes ansias

un camino abierto entre las espinadas plantas
el agua que gorjea a tu paso, hermana


ya lo sé
hoy no alcanzan los abrazos

pero la naturaleza sabia
te dona verde más verde
y todo el mañana.



V

Primera luz de la mañana
oigo las voces, contrapunto en la cocina,
las rebanadas de pan van al horno
y en la mesa pesan dulces y manteca.
Por la ventana un azul dorado
invita a errar entre las piedras
todo el costado
musgoso del lago.

Llegamos cuando niñas
de la tierra más austral, del fuego
más lejano.
Las flores se abrieron
antes de las manzanas, de los duraznos
y este paseo por los cerros
colorados
atrae la memoria de ese hogar nuevo
ya tan nuestro.
La edad no importa en este viaje
te sigo como tantas veces,
me guía tu rastro. Donde hay espinas
ponés cuidado —no me olvido de
que me cargaste hasta casa
con un pie atravesado por los alpatacos.

En la saliente más roja nos sentamos
las gemelas que no somos
entregan su reflejo
al agua, al presente ileso,
hombro con hombro
nos quedamos.


VI

La tierra partida reseca
se levanta como corteza vieja —la tierra
también cambia de piel.
Los lados desprendiéndose ahí
donde me gusta pisarlos
y que su cruuckk se haga polvo, los lados
que me devuelven
a las calles sin asfalto, las cunetas
al barro cubierto de hielo y los patines,
cuchilla que se debe manejar con cuidado.
La tierra partida bajo el sol
se levanta como recuerdo —esta mañana
la tierra también cambia de piel.







miércoles, 26 de agosto de 2015

Todo lo que podría decirte

                                                                                        Buenos Aires, 26 de agosto de 2014
                                                                                                                                      13:15 h

Querido Julio:

Aunque suene excesivamente formal, armado, como de fantasía, y hasta banal, no podría comenzar a escribirte de otra manera. Y es que, pese a que no nos conocimos, me resulta imposible no quererte. Debería incluso decir: “nos resulta imposible”, en esto todos los que participamos en tu homenaje, coincidimos. Sí, homenaje, Julio. Estamos en agosto, en 2014, y si el almanaque no miente como el tiempo, se cumple un centenario de tu nacimiento. Recuerdo, ahora que aparecen las cifras, “Policronías”:

Es increíble pensar que hace doce años
cumplí cincuenta, nada menos.
¿Cómo podía ser tan viejo
hace doce años?

Hoy cumplís 100 desde quién sabe dónde y estás tan presente entre nosotros como cuando escribiste ese poema.

A decir verdad, otra cosa que me resulta imposible es no escuchar tu voz en este momento. Ese tono rasposo que viene de lejos, que “recae como si nunca antes” cada vez que te recuerdo, cada vez que te leo, y más ahora, que estuve escuchando algunas entrevistas que te hicieron allá hace tiempo, en México, París, España…

Hace unos años, recorriendo librerías de usados en Rosario, encontré un CD con tu rostro en la tapa (Cortázar lee a Cortázar), y supe que te habías grabado, reafirmando esa “tentativa de contacto” con el lector a la que hacías constantemente referencia. Te escuché por primera vez en mi cuartito de calle Balcarce. Por el ventanal que daba a un diminuto patio enmohecido entraban los rayos escuálidos de un sol de invierno, como el de hoy, y tu voz flotaba sobre las sábanas revueltas de mi cama y la pila de trabajos por corregir. En ese entonces, trabajaba como profesora, y cada vez que podía agregaba alguno de tus textos a la planificación. Al placer de leerte ligaba el placer de compartirte, nada como un amor tan poco egoísta. Y fue tu magia de nuevo, como la de aquella primera vez que te leí a solas, cuando encontré Un tal Lucas entre las cosas que mis viejos acumulaban en la pieza del patio. Estaba en una caja, junto con otros títulos —olvidables todos— y cuando leí tu nombre le pregunté a mi papá, mitad sorprendida y la otra mitad —la más grande— contenta: “¡Julio Cortázar! ¿De quién es este libro?” En la segunda página tenía escrito con lapicera azul “Para mamá. Aixa Omar RG 020282”. Yo había leído sobre vos en un manual de lengua de la biblioteca, no podía creer que un libro tuyo estuviera abandonado en el cuarto del fondo. Acepté desilusionada la respuesta: “Se lo regalé a tu mamá cuando pedíamos libros por catálogo en la isla, pero ninguno de los dos lo entendió”.

“Ahora que se va poniendo viejo se da cuenta de que no es fácil matarla. Ser una hidra es fácil pero matarla no, porque si bien hay que matar a la hidra cortándole sus numerosas cabezas (de siete a nueve según los autores o bestiarios consultables), es preciso dejarle por lo menos una, puesto que la hidra es el mismo Lucas y lo que él quisiera es salir de la hidra pero quedarse en Lucas, pasar de lo poli a lo unicéfalo”.

¡Cómo deliré con este primer párrafo, Julio! Corrí a buscar el Larousse para saber qué eran la hidra y los bestiarios, ¿qué era un unicéfalo? Creo que lo leí unas siete veces y seguí sin entenderlo —a los 12 años ignoraba muchas cosas—, pero lo amé, te amé profundamente. Entenderte vendría por añadidura, como tus libros a mi biblioteca.


16:45 h

Mirá, encontré este textito en uno de mis cuadernos:
“Desde la cocina veo a Cortázar, podría aceptar un café o una ginebra si no fuera un Cortázar de pintura asfáltica que mi suegra plasmó sobre paspartú, una cabeza de Cortázar pose Facio que pego en todas las paredes de todos los escritorios que armo en cada nuevo departamento que alquilo. Mientras revuelvo el soufflé de zapallitos, imagino que él está realmente acá, en este antro de Congreso; que pasa la puerta y se sienta en una de las sillas de madera, la única sin almohadón; que mira por la ventana, las palomas en los cables enmarañados, la plaza, el Senado… que no aguanta sentado y se acerca a la ventana para prender un Gauloise, como Oliveira, y soplando el humo hacia el centro mismo del vacío, me confiesa: “tengo tantas ganas de escribir que prefiero no pensarlo porque tengo otras cosas que hacer”; así, de la nada, como si nos conociéramos de toda la vida. Y entonces yo lo acompaño a hacer las otras cosas con la ilusión de estar en el momento en que se terminen todas y él se siente a escribir, y yo también, palabras, risas, vino mediante”.

El capítulo 82 de Rayuela comienza con una pregunta: “¿Por qué escribo esto?” Pienso. Por un segundo me engaña el sentido, me confundo, y escribo que para tu centenario, pero entonces retrocedo, me instalo en la reescritura y desde esa islita que se mueve, que navega, me explico —porque primero hay que decirse las cosas a uno mismo— que porque así lo siento. Podría haberme internado en los pasajes de tus cuentos, pasar de la noche (boca arriba) a una mañana de primavera en el acuario; regodearme en lo fantástico, en lo audaz, en lo boom de tu literatura y lo transgresor de tu lenguaje. Pero, Julio, ¿por qué hablar de vos, si puedo, en un arrojo de pietismo radical, hablarte a vos? Retomar tus palabras, colarme en tu cadena epistolar, en tu serie, enajenada hasta un punto modestamente babélico y colgar la conciencia allí donde colgué mi ropa al acostarme
Hablarte, Julio, porque a mí también se me escapan algunas partes y es entre las palabras que logro recuperarme, y porque, como alguna vez le escribiste a Felisberto en una carta que poco tenía de carta, como esta…: “A mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada”, lo cual está muy bien, querido Julio, porque todo lo que podría decirte si nos viéramos es, simplemente, GRACIAS.

Te quiere,
                                                                                                                                  Aixa Rava




lunes, 3 de agosto de 2015

Sedal

Busco un espejo habitable que supere

las fronteras sudadas de mi cuerpo, la

costumbre justificante de la imagen repetida

arterias, pelos, piel, el resplandor del sol,

los libros, el cubo en el que calza

mi vida.

Necesito el espejo, un ombligo

desplazado de sí, de este desastre,

un sedal al tiempo imperturbable —habitable, quiero repetir

y que se entienda: presiona mi mano su perfil

y se hace agua. Pasás como un pez, no es espejismo

espera detrás un placer casi real.

Una troupe de imágenes impresionante:

quetzales, torcazas, colibríes,

en montes, volcanes, nubes que bajan

cada cual con los resortes de su propio desequilibrio

ahí

creamos una hermosa edición de nuestro mundo.

Del polvo amarillento al verde más apetecible,

de los pechos desnudos al cuarzo sepia del pubis.

Quiero hacerte mío, mundo,

bamboleo de partes, mío

venado triste, recuerdo, pupilas,

hacerte mío como un tiro en el momento del sueño,

como ese extraño pensamiento de suicidio,

como un hallazgo en mis venas —sin que me importe nada

como una huida.

Número


Tus palabras más lindas

las pesé —mi locura es innata, sí

y quien conquista el deseo se adueña del tiempo.

Hay que culpar a ese domingo índigo

al agua de los ojos, que tintineaba de amor,

al estilo desenfadado y ese dejarse estar

en un lugar incierto.

—No hay nada más que hacer — mis deseos suelen cumplirse

cuando los números aparecen

y sin tu abrazo, podría morirme en el rincón

llena de maravilloso aire tangible

de infinidad de vos, toda llena de nocturnidad

y mala intención. Pero no,

seguí caminando por vicio

sin desmayo ni tregua. Me gusta

no tener 18.

En dosis pequeñas



Empezar así a desaparecer.

Una complicación que se disgrega

por la fascia, invisible y silenciosa,

motivos que sobran, ideas

que se aniquilan unas a otras.

Empezar así a desaparecer:

vómitos como granos de café

heces con aspecto alquitranado

sudor excesivo —inflamación

de todas las partes del cuerpo.

Los síntomas están, son todos

de la misma enfermedad.

Empezar así a desaparecer,

en dosis pequeñas de dos por día,

después de cuatro

de seis

de ocho

de diez.

La tolerancia se adquiere tarde

como la sabiduría.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Ya sé



En el fondo hay un vacío que supongo

tiene límites.

Todo tiene límites

pienso

también los tiene el vacío

aunque en el pecho se sienta enorme

interminable.

Desde el vacío que a veces

imita la saturación del algodón

se elevan lunas plateadas

renacuajos, dos anguilas.

Un estanque este vacío que me llega

en oleadas rugosas

vibrantes

un estanque con vida propia

se ancla en las manos

en los nudillos fragua derrames

de sangre, ahora lo veo

tornado— ya sé

domingo, 2 de noviembre de 2014

El origen



La forma de la vela cede al capricho

posibilidades de construcción casi infinitas.

La llama vuelca su cuerpo

una vez hacia un lado o hacia el otro

sin consentir la ruta del pabilo.

Entonces el derrame del lago

que estuvo reteniéndose en la cúspide

recorre la ladera, la esculpe, la transforma.

La llena de cordones y en el pie

da origen a una meseta o una montaña.

Así imaginó Dios el mundo,

recreándose a sí mismo

casi constante, así lo quiso,

hasta que cedió él también a su capricho

y creó al hombre.



lunes, 13 de octubre de 2014

Todo es esto



Sigo adelante pasada la primera vuelta.

Nonstop. Embalada, corriendo

como cuando se está a gusto

y se sigue por diversión

porque viene bien y no querés que se termine.

Entonces doblás, te acercás al borde,

le trazás un doble a la saliente,

cambiás de rumbo como de zapatos.

Superás las cinco vueltas y no

no se termina.

Sólo por momentos, vuelve la recta,

atina a quedarse pero es

tan aburrida.



Las curvas son grandes

se extienden

se pronuncian y consumen

más espacio.

Pero el camino es el que se elige

el experimento

la prueba constante.

El momento que se dilata como la curva —sin error.


miércoles, 1 de octubre de 2014

El rastro



Me quedé

en esa llamada —etapa de la niña

il ritornello,

mirando el árbol

subiéndolo

reptándolo

uniéndolo al tiempo.

En el instante último encontré

el bucle infinito de los recuerdos

como un gusano que una y otra vez

pisa el rastro de sí mismo.



Así, toda la tarde

después de que te fuiste.


El té de las sananas

Radio flexible
brillante y amarillo
se estira y rebota
—un bucle sobre tu carita
que mira detrás de la barrera.
Lo volvés a estirar
y lo enredás tras una oreja;
ahora tu mano se mete entre los barrotes
—querés
la taza de Rainbow Brite.

No te acordás, Tatung
—lo que sabés te lo contaron—
que yo servía el té
de las sananas
schhhu, súca
schhhu, zitrone
y vos mirabas desde abajo
al otro lado de la escalera.

Pusiste la taza azul junto a la roja,
la blanca y la verde en el otro extremo
y a mí la rabia
se me atascó en el cuello,
una serie sin fundamento
y otra vuelta a tus ojos
inmensos
todos de agua.
Pero shhhhh, ¿súca?
Mejor así, que sea recuerdo.


martes, 30 de septiembre de 2014

Hace mucho que no



Cuesta mantener la

línea

rectitud. Eso al principio,

incomoda.

Se va achicando el camino,

no hay margen para cortar

cada vez menos

—otra incomodidad la del fin.

Más finito se hace despacio

y a tiempo, puedo cortarme las uñas

o el dedo, queda poco

la tijera es demasiado grande para tan poco.



Hace mucho que no corto papel.

Hace mucho que no corto nada.


lunes, 14 de julio de 2014

Barda

No escucho más que la voz
del viento,
la veo quebrar
instantes como frutos secos.
El valle —un infierno verde—
nos hunde en este desierto
y son dos
los cauces que irrigan tu perfil bermejo.
Yo corrí esa piel muchas veces,
me enredé entre alpatacos
y le di mi carne a las espinas.
Pisé —y resbalé
tus piedras sueltas
y el hueso de algún cocodrilo
enraizado en tu vientre.
Desde el mirador, junto al canal de la ciudad
y la avenida, vi extenderse el campo de golf
—otra conquista
sobre tu parte dormida.
Me sentí libre en tus venas
—creo que también me sentí presa
y me fui antes de morderte más las uñas,
un intento voraz
de escaparle a la locura.


miércoles, 18 de junio de 2014

Un faro sin mar

Me estaba esperando en la galería como todas las tardes de sol en las que no había viento, que eran pocas. Cuando éramos vecinas, le tocaba el timbre todos los días para charlar un rato; pero desde que Jorge había muerto y su familia la había dejado en esta residencia, la visitaba dos o tres veces por semana. Le gustaba sentarse en las sillas blancas del juego de jardín de hierro que estaba del lado izquierdo de la galería, decía que le recordaban a las que había en la chacra de su familia.
—Ay, qué susto me diste, querida, ¿hace mucho que llegaste? Aquella rama se va a caer en cualquier momento.
Tenía la mirada inquieta y, por momentos, parecía que se perdía, que se iba.
—No, recién —contesté y miré hacia el sauce. En efecto, el extremo de una gran rama estaba a centímetros del piso, era un peligro—. Le voy a avisar a Clarisa antes de irme— concluí, mientras me servía un poco de té.
Luisa no tomaba mate, tampoco café, era de las meriendas rituales con infusiones en hebras y dos cucharaditas de miel espesa. Comía poco, casi nada, pero tomaba té todo el día, aunque solo cuando yo venía preparaba todo su juego de porcelana sobre la bandeja de madera tallada que Jorge le había hecho para uno de sus aniversarios. Era lo único que había podido rescatar de su casa, todo lo demás se lo habían vendido sus sobrinas. Luisa y Jorge no tenían hijos.
—Sí, Clarisa está con muchas cosas siempre, no puede ocuparse de todo. Pero fijate que bajás acá nomás y ya se te entierran los pies. A mí me da miedo caminar así, ¿mirá si hay un pozo y me caigo?
Me hablaba a mí, claro, pero no me miraba. Seguía con la vista perdida entre el sauce y el muro, como si estuviera metida entre los recuerdos, vagando en una grieta del tiempo.
—No, Luisa, pero acá qué pozos va a haber, si se ve todo lisito el patio. Igual le vamos a decir a Clarisa lo del pasto, pero pozos acá no hay, no piense en eso. Mire, le traje un almohadón nuevo para poner en la silla. Ese que usa está todo aplastado y le hace mal a las lumbares, este está bien gordito y tiene un dibujo que estoy segura de que le va a gustar.
Saqué el almohadón de la bolsa y se lo alcancé por arriba de la mesa. Las manos de Luisa eran pequeñas y delgadas, muy suaves. A pesar de sus 84 años, no tenían manchas y sus arrugas eran muy poco profundas; al lado de mis manos —gruesas, grandes y usualmente torpes— las suyas se veían preciosas. Tomó el almohadón como si tomara una nube, lo apoyó sobre sus piernas y se quedó contemplando el dibujo con la boca entreabierta. Cuando iba a preguntarle si le gustaba, comenzó a soltar las palabras como corre el agua en las acequias cuando se inicia el riego entre los frutales:
—Éramos muy jóvenes Jorge y yo cuando nos conocimos, te había contado, y los dos soñábamos con viajar. Pero en ese entonces no podíamos, teníamos que trabajar. Él fabricaba muebles con su papá, y yo cosía y bordaba por encargo, como mi mamá y mis hermanas. ¿Sabés cuál era la pasión de Jorge? Porque él siempre hablaba del tenis y las maratones, pero lo que más le gustaba eran los faros. —Apartó la vista nuevamente para mirar el rincón al fondo del patio y sonrió a medias antes de seguir. —Cuando nos casamos, decidimos que todos los años íbamos a visitar un faro distinto, así recorreríamos el mundo, conociendo faros. El primero que visitamos fue el Les Éclaireurs, en una islita ínfima en el canal de Beagle. Jorge tenía alma de isleño. Aunque era amable con todos y siempre estaba de buen humor, él decía que su lugar estaba en una isla así, solitaria, con un faro y el oleaje golpeando las rocas, “ritmo al que se puede tallar la madera”, decía. Pero a mí me gustaba la ciudad, la gente, la casita de barrio… Era linda nuestra casa y el barrio…
Bajó la vista hacia el almohadón y pasó suave la mano sobre el bordado de los árboles y el río. Era la primera vez que Luisa hablaba del barrio y de su casa, siempre hablaba de los muebles y de que se los habían vendido todos. Siempre llorábamos por los muebles, y por Jorge.
—El segundo faro que conocimos fue el del Cabo de Santa María, en Uruguay, durante unas vacaciones que pasamos en La Paloma con ese amigo tenista que teníamos. Después pasamos a los de Italia, esa vez que viajamos con la idea de vender los muebles allá. Jorge tenía primos carpinteros también, ahí por la Toscana, pero ninguno tallaba como él. Ay, ese viaje, lo que caminamos y subimos y bajamos, me canso de solo acordarme. Pero en ese momento no nos importaba nada, teníamos tantas ganas de conocer el mundo. Estuvimos como dos meses y conocimos muchos lugares y muchos faros. El de Livorno me acuerdo, era todo de piedra y estaba sobre unas murallas que parecían de cuento medieval. Al final nos volvimos porque el papá de Jorge se enfermó y él era el único que se podía encargar del negocio acá. Después pasaron muchos años hasta que pudimos volver a viajar, y visitamos la Torre de Hércules, el Finisterre y el Ortegal en Coruña, y el Formentor también, y tantos otros…
Había empezado a correr una leve brisa. Unas nubes poco densas cruzaban el cielo, Luisa miraba el muro otra vez. De repente, sus ojos brillaron como si hubiesen descubierto algo, pero la brisa, más fuerte esta vez, se llevó el brillo y lo perdió en el temblor del pasto. Estaba alto, era cierto, pero pozos seguro que no había. La voz de Luisa volvió a enlazarse con la corriente de sus memorias:
—Un día Jorge se apareció en la ventana de la cocina. Yo estaba cortando unas zanahorias, tenía la ventana enfrente, a la altura de mi cabeza. Me pegué un susto terrible, pensé que un pájaro había chocado contra el vidrio, pero lo vi a él con la gorra ladeada, todo lleno de aserrín y con un diario en la mano. Me mostraba una foto chiquitita que entre las hojas de la Santa Rita yo no alcanzaba a ver bien. Así que dejé todo y salí. Estaba eufórico, me dijo: “mirá, un faro sin mar, ¡en Bolivia!”, y leyó: “El Faro de Conchupata es el orgullo orureño desde el 7 de noviembre de 1851, porque en este histórico lugar se izó por primera vez la bandera tricolor boliviana… Tenemos que ir, Luisita, ese es un faro fuera de serie”. Yo no entendí nunca qué sentido tenía hacer un faro que no cumpliera la función de faro, pero le dije que sí, porque a mí me seguía gustando viajar y a Bolivia todavía no habíamos ido. Y viste cómo son las cosas, nena, uno nunca sabe para dónde te va a llevar la vida. Ya entonces no éramos tan pibes. Uno no se da cuenta, pasa un año y otro y otro, y cuando te querés acordar…
El silencio nos ganó por un rato. Se estaba poniendo fresco y la brisa, ya constante y arenada, comenzaba a picar los ojos. Le propuse a Luisa que entráramos y preparáramos otra tetera. Seguro que Clarisa ya había vuelto de hacer las compras, al menos alguien comería estas masas, a ella sí que le gustaba comer.
Luisa me miró complaciente, me alcanzó el almohadón para que se lo llevara adentro y cuando estaba a punto de levantarse, volvió la vista hacia el muro y su sonrisa no pudo ser más hermosa.
—Mirá, ahí está otra vez —dijo, invitándome a que me acercara adonde estaba— ahí se forma de nuevo, a como da la luz lo ves o no lo ves, tan pequeñito…— Su mano se extendió hacia el rincón lejano del patio al que había estado mirando toda la tarde. Entre la rama extenuada del sauce y los ladrillos desiguales del muro, aparecía una grieta tan profunda que en el extremo superior se abría en un agujero y dejaba ver el césped seco y amarillo del otro lado. Según se asomara el sol entre las nubes y vibraran sus rayos sobre el pasto que se mecía con la brisa, el agujero parecía una luz intermitente y todo el recorrido de la fractura tomaba la forma fugaz de un pequeño faro.   


sábado, 7 de junio de 2014

Corazón de aire

Mamá hace pan
como yo dibujo con crayones la pared
—así de fácil
como mi hermano ríe
desde la cuna cuando la ve
—así de natural
como si fuera panadera
y no maestra.
Gira la masa,
la dobla sobre sí misma,
engendra un corazón de aire
y lo presiona
con la intensidad de una caricia.
La mesada se templa para recibir la harina,
dan ganas de acostarse encima
con la panza desnuda
—la tibieza del pan se huele cinco horas antes.
Mamá hace panes trenzados,
como varas, como hogazas,
con cruces o rayitas,
panes integrales,
de leche, con semillas
y agua de azahar para las Fiestas.
Nunca le salen igual —eso ya es regla—
“a ojo” siempre dice
y todo, todo le queda tan rico.
Cuando los bollos están
engordando bajo el repasador
y se renueva la advertencia de no entrar
a la cocina, yo le voy avisando a mi estómago
que se prepare. Con Tatung no nos alejamos 
ni dos pasos de la mesa.